Iván Noble: «Muchos de los que hacemos canciones secretamente queremos ser escritores»
El cantante y compositor encontró en la literatura un resquicio para contar una historia íntima sobre el profundo vínculo que lo unió a su padre. Así nació su primera novela, mientras prepara un nuevo álbum con Los Caballeros de la Quema y reconoce que el paso de los años le dio perspectiva sobre la fama, los aplausos que se desvanecen y lo que realmente importa en la vida.
A Iván Noble se lo conoce como cantante y compositor, una estrella del rock nacida y criada en el oeste del Gran Buenos Aires que alcanzó con Los Caballeros de la Quema un lugar privilegiado en la música nacional. Sin embargo, cuando podría haberse quedado en el Olimpo de los que escriben en verso, decidió contar otra historia en prosa: la de un padre y un hijo que se redescubren. Su primera novela, El doctor Álvarez contra los All Blacks, trata sobre ese encuentro extraordinario entre dos seres que se aman, aunque lo expresen de modos distintos. A pesar de que no fue concebida como una autobiografía, la enfermedad terminal de su padre la convirtió en un mapa del tesoro para entender los enigmas de esa relación fundamental. Lo que pudo haber sido una crónica del dolor terminó transformándose en un relato personal y profundo sobre un misterio central en la vida de todos: el vínculo entre padres e hijos.
Y si se trata de reencuentros, quizás no sea casual que mientras el libro empieza a caminar solo, Iván también haya vuelto a las fuentes para preparar un disco con Los Caballeros de la Quema, la banda que lo vio nacer como celebridad. Se trata de Fiesta de zombis, una apuesta que se aleja de la nostalgia para explorar nuevos sonidos.
A los 57 años, el autor de “Avanti morocha” reconoce que su mirada sobre la fama cambió, aunque asegura que nunca dejó de tener los pies en la tierra. Agradecido por el impacto de sus canciones, sabe que no conviene creérsela porque “el aplauso se desvanece muy rápido”.
–¿El libro nace con la intención de ser una autobiografía?
–No. Venía desde hacía años con ganas de componer menos canciones y dedicarme a escribir libros. Creo que, en un punto, muchos de los que hacemos canciones secretamente queremos ser escritores.

–¿Son prácticas muy distintas?
–Para la prosa hace falta mucha disciplina y dedicación. Yo soy muy perezoso, y eso es un problema. Con las canciones podés hacer una cada tanto y no pasa nada. En cambio, si uno quiere acercarse a la literatura, necesita constancia. Fue una batalla llegar a completar este libro.
–De todos modos no es tu primera experiencia.
–Hace algunos años publiqué Como el cangrejo, una compilación de relatos breves vinculados con la música. Era una especie de diario de gira ficcionalizado, pero basado en vivencias.
–¿Qué te llevó a transformar un dolor tan íntimo en un libro?
–Venía rumiando la idea de escribir algo nuevo, pero no sabía qué. Cuando a mi viejo le diagnosticaron una enfermedad terminal entendí que vendrían tiempos muy bravos y que iba a necesitar hacer catarsis. Empecé a tomar notas de todo lo que fue su padecimiento, sin saber si eso se convertiría en literatura. Pero a medida que su cuadro empeoraba, me di cuenta de que necesitaba escribir sobre eso.

–El libro no se centra solamente en la enfermedad.
–No, comencé como una crónica de lo que él había sufrido y de cómo su enfermedad se instaló en la familia. Hasta que Juan José Becerra, un escritor al que quiero mucho, me sugirió que no me limitara a ese aspecto.
–¿Esa sugerencia te abrió nuevas posibilidades?
–Claro, porque me permití hablar de mi infancia y de la relación que tuve con mi papá. Entonces sí, es un libro autobiográfico, pero con una intención literaria y la ambición de interesar a más gente que a mi familia.
–Al fin y al cabo hablás de la relación entre padre e hijo.
–Sí, y creo que en esa vinculación se esconde la caja negra de nuestra existencia.
–¿Cuál es el conflicto principal que planteás?
–Es la historia de un tipo que, contrarreloj, quiere develar el enigma que representa su padre.
–¿Escribir fue un acto terapéutico?
–Probablemente sí. No digo curativo porque no creo que ninguna expresión artística por sí sola sea sanadora: es una palabra a la que le tengo desconfianza. Cumplidos los 50, la idea de la muerte pesa distinto. La partida de un ser querido deja una cicatriz que no se borra. Quizás el arte sea apenas una válvula de escape.

–¿Cómo describís la relación con tu papá?
–Amorosa. Si hubiese tenido demasiadas cuentas pendientes, tal vez me habría parecido cretino escribir sobre él. Nuestra relación tuvo los condimentos generacionales de siempre: mucho amor, pero también una distancia insalvable. Sabía que me quería mucho, aunque siempre hubo enigmas alrededor.
–¿Tuviste tiempo de develar esos misterios?
–Cuando entendí que empezaba el tiempo de descuento, busqué la manera de llegar a él de otro modo. Siempre es más tarde de lo que creemos. Somos torpes para los adioses: o llegás tarde o no los podés decir.
–¿El vértigo del éxito te alejó de tus afectos?
–No, depende de los paisajes que uno elija vivir. Esa velocidad la conocí, pero hace años. No es fácil surfear la masividad, y no hay manual de instrucciones. El mapa siempre tiene que marcar los pies en los amigos y la familia.
–¿Qué sentís cuando alguien que no conocés canta un tema tuyo?
–Agradecimiento. Algunas canciones que escribí son importantes para mucha gente. Pero ahora, con 57 años, me parece ridículo tomármelo demasiado en serio. Importantes son los que descubren vacunas o los médicos que cuidaron a mi viejo.

–Pero una canción puede marcar la vida de otros.
–Sí, las canciones decoran nuestra vida. Pueden ser la banda de sonido de momentos felices, borracheras, divorcios o muertes.
–Hiciste el opening de los shows de despedida de Joaquín Sabina. ¿Cómo describirías ese recorrido desde Ituzaingó a ese escenario?
–Fue muy azaroso, empecé a componer casi de casualidad. Tocaba la batería en la banda del colegio. Se volvió un oficio cuando sentí que me estaba convirtiendo en estudiante crónico de Sociología. Paralelamente, tocaba cada vez más en sótanos y lugares under. Si algunas canciones no hubieran funcionado, hoy estaría escribiendo discursos para un diputado o en una agencia de marketing hablando de una mayonesa. La vida es como un flipper: la pelotita puede entrar o no en el premio mayor.
–¿La vida de rockstar fue como la imaginabas?
–Duró poco. Siempre me aburrió la cosa tontuela del rockstar, sobre todo del tercermundista. Mick Jagger lo fue toda la vida. En la Argentina lo tenemos a Charly García, que es un genio. Él tiene derecho.
–¿La reunión con Los Caballeros es un regreso a los orígenes?
–No. Eso sería solo nostalgia. Hasta ahora hubo algo de melancolía porque hicimos shows puntuales con las canciones de siempre. Ahora decidimos grabar el disco nuevo, que saldrá en septiembre. Es una apuesta que al principio no quería tomar.

–¿Por qué?
–Porque cuando una banda tiene canciones muy emblemáticas en cierto momento, ese anclaje emocional es irrepetible. No sé qué pensarán quienes nos seguían hace veinte años de lo que hacemos hoy. Tal vez solo quieran escuchar lo viejo.
–¿La estás pasando bien?
–Sí, hay que ser más sabio. Cuando te reencontrás con una banda después de tanto tiempo, debés administrar la energía, los tiempos y los humores. A los veintipico íbamos juntos a todos lados; ahora es un trabajo profesional. Como estamos más curtidos y con cicatrices cerradas, es una buena idea volver a estar juntos.
–¿El libro te permitió hacer una relectura de tu vida?
–Sí, volví a mi infancia y adolescencia. Encontré memorias que hacía mucho no desempolvaba. La literatura exige compromiso emocional y honestidad. Me gusta leer a quienes van al fondo de sí mismos. En las canciones se puede ser más superficial.
–¿A qué conclusión llegás después de este trabajo introspectivo?
–Hay una palabra que antes me parecía demasiado religiosa: gratitud. Me han pasado mejores cosas de las que soñé. Conocí lugares y personas que jamás imaginé. Tengo una vida afortunada y sé que en quince segundos puede cambiar. Sería ingrato no darme cuenta. Mucha gente mejor que yo maneja un Uber o trabaja en un supermercado y soñaba con hacer canciones para que otros las cantaran. A veces la pelotita del pinball no entra en el premio mayor.
Fuente: El Planeta Urbano

