Laura Escalada, sobre Piazzolla: “Era un encantador de serpientes, iba a verlo gente que lo odiaba”
Astor está casi listo, en el borde de la cama. Ya se terminó de vestir para salir a la Medalla Milagrosa, en la Rue de Bac. No es un hombre de rezar, pero ese día como tantos otros haría un paseo por París hasta la capilla para decirle “hola virgencita”, y pegar la vuelta, caminando despacio. Entonces se va a poner la segunda media cuando levanta la vista y le dice a su mujer dos palabras. Las últimas. Lo que sigue es el desesperado derrotero por cumplir una promesa: sacarlo de la clínica, conseguir que el mismísimo presidente ordene despejar la primera clase de un avión de Aerolíneas Argentinas que lo traiga de vuelta a casa, a once mil kilómetros de distancia. Es el ocaso del genio, el tránsito lento hacia una muerte temprana. Un ictus a los 69, dos años antes del final definitivo.
Tres casamientos y un exilio después del comienzo, Laura está sentada en el living del departamento de Buenos Aires, frente al Hipódromo de Palermo, donde viven juntos. Lo mira detenidamente como esperando una señal. Hasta el 4 de julio de 1992, el invierno que despidió al artista, ella se aferraría al movimiento involuntario de la zurda, la mano con la que el compositor escribía, como quien sostiene un delicado hilo de esperanza. Astor Pantaleón Piazzolla, el hombre que le sacó punta al tango girando para el otro lado, el bandoneonista que tocaba con los ojos cerrados, uno de los músicos más importantes del siglo XX, ya había hecho su revolución, pero jamás imaginó la popularidad de hoy.
Laura Escalada es la segunda esposa de Astor Piazzolla –del primer matrimonio con Dedé Wolff, nacieron Diana y Daniel, que le dieron varios nietos (“Pipi”, el reconocido baterista, por ejemplo)–. Laura y Astor no tuvieron hijos. Sí perritos: la famosa Windy viajó con ellos por muchos países del mundo y hasta tiene un tema con su nombre en el álbum Persecuta, de 1977. La foto a color de los tres, tomada en un banco de plaza, en Francia, se ve junto a una pared que estalla de historia en el comedor del departamento de Palermo. Alrededor están el manuscrito de un poema a Mar del Plata con la firma de Eladia Blázquez, la escena inmortal del pequeño Astor-canillita en la película de Gardel, una foto con Horacio Ferrer (sonrientes, levantan entre los dos una bandera que proclama “Balada para un loco”), condecoraciones y diplomas varios, pequeñas esculturas de bandoneones y angelitos.
“Cometí el error de haberme quedado acá, en esta casa. Ahora es grande, está lejos de todo y está envejeciendo; hay que apuntalarla, no estoy para eso”. Laura camina despacio después de una caída en Roma que le rompió dos vértebras y le dejó como secuela una inseguridad que nunca había tenido. Habla claro y conmueve como si fuera una avezada actriz interpretando el texto emotivo de un monólogo, a media luz, de espaldas al gran ventanal sobre la Avenida Del Libertador. “Las cosas de Astor hubieran entrado en otro lugar –retoma–. Fue una indecisión y es raro, porque no soy una mujer indecisa, pero me equivoqué al preguntarle a la casa: “¿Qué hago?” Y me dio la impresión de que la casa me decía: “Quédate”. Soy una mujer de mucha fantasía también.
–Y supersticiosa, además de un poco bromista.
–Si no tenés buen humor no podés vivir en este país. Es imposible. Somos un pueblo que era humorístico, teníamos respeto, entre otros millones de cosas que hemos perdido. Viví una Argentina maravillosa, de la que hubieras dicho que era una potencia en América Latina, que iba a arrasar culturalmente; era una dicha, una gloria. El cambio ha sido paulatino, pero se siente muy brusco a la vez.
–¿Cómo repartís tu tiempo entre Buenos Aires y Roma?
–Me cuesta mucho ahora, son 14 horas de viaje. Hemos hecho allá una sucursal de la Fundación Piazzolla en la Universidad de La Sapienza, con una cátedra Astor Piazzolla. Después de que él murió, no supe qué hacer de mi vida, estuve muy mal. Entonces decidí irme a Europa. Fui a Massa Sassorosso, el pueblo de la familia de mi marido (tres horas de viaje en caracol hasta una zona muy alta) y puse una calle de murales sobre Astor. Y luego fui a Trani (en el taco de “la bota”), donde está la casa del abuelo de Astor, Pantaleón, al que llamaban “el Gigante”, y la puerta era así de bajita. Yo me preguntaba cómo hacía para salir por ahí. Hay una cátedra allá también, hicimos varios espectáculos, descubrimos que la gente joven es la que está más interesada en Piazzolla: un argentino, con raíces italianas, que vivió dos veces de chico en los Estados Unidos. Un hombre que recibió toda esa información, no solamente musical sino de vida, cómo no la iba a transcribir a su obra.
–Se lo buscaba definir entre la música clásica, el tango y el jazz, y él tenía todo.
–Mirá qué curioso: el padre pasa por una casa de antigüedades en Nueva York, ve un bandoneón y se lo compra, mientras que el chico esperaba… una flauta diatónica. Él me contó la desilusión terrible que sintió: ¡qué haría con ese aparato! Estaba estudiando con el maestro húngaro Bela Wilda, que le enseñaba música clásica. Todas las noches su papá, que trabajaba en una barbería, llegaba a la casa y le preguntaba qué había estudiado; entonces el chico tenía que tocar. ¡Es tan estrafalaria la vida de Astor! Ahí es cuando llega Gardel a Nueva York.
–Parece un mito que Carlos Gardel lo haya conocido tocando el bandoneón a los doce o trece años.
–La primera impresión no fue esa, fue otra. Astor se cuela en el hotel donde está Gardel para llevarle uno de esos muñecos de madera que hacía su padre, porque por la puerta principal no lo dejan entrar. Por algo le decían “Gato”. Va a la parte de atrás, sube las escaleras como las que vemos en las películas, entra por una ventana donde además agarra dos botellas de leche que habían encargado, y hace tanto barullo que sale un señor muy elegante, con bata azul de pintitas blancas, que lo mira: “¿Vos quién sos?”, le pregunta, y él le dice que su papá le manda la escultura. Como Gardel ve que el chico habla bien inglés, le pide que le enseñe unas frases lindas para decirles a las mujeres y que lo acompañe a hacer compras, porque ninguno de los que estaba ahí manejaba el idioma. Van a comprar camisas… Hasta que le dice que se tiene que ir a tocar el bandoneón para mostrarle a su papá la lección de todos los días. A Gardel le llama la atención: “¿El bandoneón? ¿Y qué tocás?” De ahí sale esa frase que dice que “tocaba como un gallego”. La relación siguió. Gardel se enamora (en el buen sentido) del muchacho, se fascina, y lo invita a Medellín para que aprenda de tango. “Vas a estar al lado mío, te voy a enseñar”. Naturalmente el padre de Astor dijo que no.
–Y enseguida Gardel muere. ¡Qué diría si escuchara hoy el tango de Piazzolla!
–Es la gran pregunta que nos hacemos todos. Astor fue ese chico que trascendió el bandoneón y se convirtió en compositor. Imaginate que él tocaba tango tradicional desde los 19 años para ganarse la vida, porque tenía que mantener a su familia. Con esa cabeza llena del tango del 3×4, a los 22 o 23 años se arriesga a tener su propia orquesta, y empieza a escribir. Podía hacerlo porque había estudiado música con los grandes; hasta el sonido del triángulo tenés que saber escribir para ser compositor. Y con toda esa información, más la que adquirió y siguió desarrollando, ¡cómo no se iba a convertirse en un autor importante! Su cabeza era la música, su cuerpo era la música, cuando tocaba él con el bandoneón eran un bloque. Yo le decía que era un encantador de serpientes. Iba a verlo gente que lo odiaba, eran Capuletos y Montescos. Nunca tuvo nada mediano, siempre hubo pasiones fuertes a su alrededor. Su forma de defenderse era tocar el bandoneón de una manera fuerte, agresiva y al mismo tiempo con esa dulzura que él lograba cuando se ponía en éxtasis. Tocando el bandoneón era la cosa más bella del mundo.
–¿Era difícil vivir con él?
–No, en la casa era el más alegre. La gente pensaba que por las cosas melancólicas que tenía en su repertorio andaba por la vida arrastrando angustias. Todo lo contrario. Nunca conocí a nadie con esas ganas de vivir. Aprovechaba cada cosa, cada momento; cuando comía, lo hacía con pasión. Él no era un pasajero, era un integrante de la vida. Disfrutaba todo. Cuando nos fuimos a París, que no teníamos un peso (porque nunca tuvimos mucho dinero), alquilábamos una habitación que tenía una cama, la kitchenette con cortina y un baño. Vivimos de manera muy austera. Un día me miró con ojos raros, de pícaro y salió. “¿Qué va a hacer ahora?”, pensé. Era Año Nuevo. Volvió con las manos atrás: había comprado un faisán, chiquito, que rellené con lo que teníamos. Comimos foie gras. Había hecho un concierto, por eso pudo comprar todo eso. Y no nos quedó un peso. Después de cenar salimos a caminar y volvimos pensando en cómo íbamos a pagar. La señora maravillosa que nos alquilaba el loft nos permitía todo, adoraba a Astor.
–Sobre su carácter, se dice que era bravo y a la vez muy chistoso, que le gustaba disfrazarse, como en esa foto con Antonio Berni que está por ahí.
–Era muy serio y muy bravo con la música; que no fuera un diletante a tratar de convencerlo de nada. Una vez vino uno con una partitura que había compuesto: “Piazzolla, no quiero que usted piense que es mediocre”, le advirtió antes de mostrársela. “¡Es que.. es mediocre!”, le respondió. Implacable. Pero después sí era muy bromista. Yo le compraba los disfraces. Cuando la señora que viene a casa, Gracielita, era chica, él se ponía unas manos postizas y cuando la saludaba…
Laura se ríe. Accede a mostrar dos de los cinco bandoneones que tenía su marido. Lucrecia Vega Gramunt, vicepresidenta de la Fundación Astor Piazzolla, la ayuda a sacarlos del estuche, y entonces elige al doble A (el mismo que inspiró “Tristezas de un doble A”); por respeto no lo sube a su regazo, pero manipula el fuelle para que se llene de aire y salga bien retratado. Lo acaricia. Y mira a cámara. Hija y nieta de fotógrafos, no ve la hora de que terminen los disparos. Detrás suyo está el piano –ya no el de cola–; allí era donde su esposo pasaba las horas, de la mañana a la tarde, trabajando. “Abarcó de todo: primero con los tangos tradicionales que empezó a arreglar para Aníbal Troilo; luego, con su propia orquesta del 40, cuando era un pibe. Y después se desprende de todo eso y se va con una beca a Europa a estudiar, él, que era como una esponja y absorbía todo”.
–Si antes se decía que el tango de Piazzolla era el futuro, ahora ¿es el presente?
–En el mundo no se conoce el tango si no es de Astor Piazzolla. Él nunca hubiera creído que con su bandoneón, con una vida en Argentina muy limitada, iba a trascender de esa manera. No tuvo conciencia de eso; sabía que en Europa lo habían entendido, que lo apreciaban, lo destacaban, porque ahí empezó a trabajar más, pero venía a Buenos Aires, hacía un concierto, y no le pidas dos porque no iba nadie. Uno de los últimos fue el del Teatro Colón, que lo emocionó tanto.
–Le fue bien, digamos, en los últimos diez años de su vida.
–Sí, afuera, cuando lo empezaron a reconocer con admiración y respeto los grandes músicos del mundo. Porque una cosa es que lo conozcan acá y otra es que sea uno de los tipos más importantes. Por ejemplo, te cuento sobre el encuentro con [Mstislav] Rostropovich, que lo único que sabía decir en castellano era “café” y “medialunas”. Fuimos a tomar, por supuesto, café con leche con medialunas al Petit Colón. Astor tenía una manera de escribir [pide que le acerquen unos papeles], así, mirá: él pegaba y doblaba las hojas. Y cuando abrió para mostrarle la partitura… “¡Ah, pero eso es un bandoneón de música!”, le causó gracia a Rostropovich. Tuvieron una charla fantástica. En un momento, le dice: “¡Qué linda es esta ciudad!” y Astor le contesta: “Por eso yo solamente le escribí a Buenos Aires”.
–¿Qué pensás que hubiera dicho Piazzolla de lo que hoy se llama “música urbana”?
–Él apoyaba todo lo nuevo, todo lo raro. Esta mañana escuchaba en el teléfono un tema y pensé: ¿qué hubiera opinado Astor de esto? Porque hacer ruidos hay que saber hacerlos también. Para mí la música tiene que tener algo que se recuerde, una frase que se pueda reproducir. Dirás que soy cantante de ópera, lo que vos quieras. Pero si yo no te puedo decir, lala lala la, tiene que haber algo que me conmueva. Que llegue al alma, para enriquecerla. Un mensaje en notas que tenés que estar dispuesto a recibir con la escucha.
–¿Reflexionaba sobre lo culto y lo popular?
–Lo popular lo divertía. Él no se oponía a ningún género, en absoluto. Ahora es popular, sí. A lo que sí se oponía es a la mediocridad.
–Vayamos a 1976, cuando eras una mujer joven, locutora y entonces se conocen. ¿La diferencia de edad era un tema?
–Para nada. No había muchas locutoras, es verdad, yo soy de la segunda camada. Él venía a Canal 7 para una nota. Primero me dijeron: “Hacésela vos, que sos música”. Pero resulta que en el programa, Matiné, éramos muchos y, por supuesto, ¡cómo se la iba a hacer una mujer! En esa época eran un poco “selectivos”, digamos, por poner una palabra dulce, y se la dieron a un compañero. Yo miraba, escuchaba y pensaba: “Caramba, yo se la hubiera hecho mejor”.
–¿Entonces fue cuando te avisan que Piazzolla estaba en una lista negra?
–Sí, y yo por salir con él, también. ¡Qué ridiculez! Además, nunca tuvo nada que ver con política, no emitía juicios, no dominaba ese tema, y tenía razón: eran momentos difíciles. “Decile a Astor que no te venga a buscar porque le tenemos que prohibir la entrada al canal”, me adviertió el productor. Decidimos irnos.
–¿Por qué a París?
–Astor ya había estado antes, le encantaba París y es una ciudad sigue teniendo una apertura mucho más amplia que cualquier otro lado en Europa.
–¿Pensaron que se iban “por un rato” o que iban a hacer una vida afuera?
–En el fondo, yo también quería irme, acompañarlo hiciera lo que hiciera. Es bueno salir y abrir los horizontes. Aprendí el idioma y él enseguida empezó a hablar bastante bien. A mí me enriqueció muchísimo y me dio la oportunidad de cuidarlo mucho.
–Renunciaste a todo por él.
–Y si vos estás al lado de un tipo genial… El Teatro Colón yo ya lo había dejado, era la única carrera que me interesaba. Entré muy joven, primero hice la escuela, que me costó mucho (entramos cuatro de 225), y después, como soy actriz, me dieron roles, pero yo quería cantar la Musetta [La Bohéme] . Y lo logré. Yo le decía a mi mamá: “Me voy a ganar tal cosa y vuelvo”. Así soy. Voy decidida y sé que lo voy a lograr. Después me atrapó la televisión.
–¿Entraste a la TV por la música, por la actuación o por la locución?
–Estaba haciendo todas las comedias musicales de la época. Un día, mientras esperaba entre actos, me dicen: “Señorita Escalada, ¿nunca se le ocurrió a usted hacer un aviso?”. Puse mi mirada de asco número cuatro, desde mi altura de cantante lírica, y respondí: “¡Por favor!”. Pero el señor insistió, y yo que no tenía mucho trabajo, y él que mejoraba la oferta y volvía a insistir, que soy ideal para un producto para las mujeres, un multilimpiador de no sé qué cosa [hace como si tuviera en la mano una botella de tal líquido y se inventa el anuncio]. “Pagamos bien por minuto”, remata. Clink, caja. En el salto del espectáculo en vivo a la televisión, se ganaba muchísimo dinero: compré mi casa, la casa a mi mamá, un disparate.
–Dejaste todo por seguir a Astor, decías, porque había que cuidarlo. ¿De qué?
–Ya había tenido un infarto cuando lo conocí y sabía que la suya no era una salud de hierro. Fui a hablar con su médico, me explicó que tenía muchas arterias tapadas, que debía comer tal cosa, llevar una vida sana, no tener disgustos, un montón de consejos. Como a él le gustaban las cosas ricas, yo le hacía cuadros en los platos, le combinaba los colores. Traté de cuidarlo todo lo posible porque sabía lo frágil que podía ser. Había fumado toda la vida hasta el día que me conoció. “Yo te quiero disfrutar vivo”, le dije, y dejó el cigarrillo.
–¿Estos antecedentes tuvieron relación con el ACV del desenlace, en París?
–Obviamente, si tenés tantas arterias tapadas alguna va a explotar por algún lado. Y fue muy cruel, porque hubiera sido mejor que se muriera de golpe y no que se quedara dos años así. Tengo que agradecer públicamente a Carlos Menem porque sin un avión sanitario no teníamos cómo traerlo de Europa. A mí me cae en coma en Europa y al día once de estar internado entro a la sala de terapia intensiva y veo algo oscuro, que no llegaba a ser una nube, sobre su cabeza y la del chico español que estaba al lado. Pensé: “Ahora mismo lo saco de acá y me lo llevo a Buenos Aires”. Llamé al presidente y le dije que tenía que trasladar a Astor. Hizo despejar la primera clase de Aerolíneas Argentinas y así lo trajimos, con un pulmotor, un médico y una enfermera. Lo bajaron en el medio de la pista en Ezeiza. Me había hecho prometerle que si en alguna circunstancia estaba en condiciones físicas decadentes, no lo dejara ver así. Durante dos años tuve que ser muy rígida, parecía una inspectora con todo aquel que ingresaba a la clínica. Tenía terror de que se mezclara un periodista o alguien malintencionado y le sacara una foto, me convertí en una bruja. Nunca salió nada en ningún lado y cumplí con su deseo.
–Te había manifestado que quería morir en Buenos Aires y “la nube” fue entonces la señal de que había que volver.
–Absolutamente. Creo en lo divino, en los mensajes. Me acuerdo de que el médico que lo atendía, de lejos, me advirtió: “Ça n’en vaut pas la peine, il va mourir” (no vale la pena, se va a morir). Le respondí: “Si se muere, va a morir en su país”. Habíamos hablamos mucho de eso, teníamos conversaciones largas e importantes en las que nos transmitimos nuestros deseos para un momento difícil”.
–En esos dos años volvió a esta casa.
–Sí, siempre tuve la esperanza. Lo paseaba con la silla de ruedas por acá, venía el masajista, el quiropráctico, había que mantenerlo. Astor llegó con su peso normal, pero después se fue achicando, porque dos años es mucho tiempo. Lo llevé a ALPI, a ver si lo podían ayudar para que caminara, pero era tarde. Tenía tres cuartas partes del cerebro atacadas por el ictus.
–En esas manifestaciones de voluntad, ¿te dijo qué quería que pasara con su obra?
–Él nunca pensó en su obra, en lo que estaba dejando.
–¿Había sido prolijo en ese sentido?
–No tuvo más remedio, pero lo estafaron bastante. Primero en la Argentina y después en Italia, donde las ediciones fueron de terror. Él nunca tuvo mucho dinero porque no le pagaban. Hasta que se hizo socio de la Sacem, la sociedad de autores, compositores y editores de musicos de Francia. Era más seria, pero eso fue ya al final de su vida.
–¿Y en qué momento se casaron? Él había tenido un primer matrimonio, después vino su relación con Amelita Baltar, y cuando te conoce a vos no había todavía ley de divorcio acá.
–Astor en ese sentido era casi puritano, no le gustaba que viviéramos en los hoteles y yo figurara como Laura Escalada, soltera. Primero fue en Paraguay. ¡Yo no me quería casar! Decía: este hombre que tuvo tantos problemas, yo no me ato a nadie. Pero insistió y nos casamos: tengo la foto, con un traje paraguayo color rojo.
–Se casaron vía Paraguay, en los ‘80, como Borges y Kodama.
–No había otra manera. Él estaba más o menos conforme, pero no del todo, así que en Francia nos casamos también. Y al final vino el famoso divorcio y en Buenos Aires fue la tercera vez. Estábamos de paso y fuimos al registro civil; la jueza dijo: “Es la primera vez que veo que un hombre arrastra a una mujer para casarse”. Yo tenía miedo, porque era una época en la que todos los que habían convivido y se casaban, se divorciaban.
–Hay estilos de cuidar el legado de un artista importante. A propósito de Kodama, ella fue una guardiana implacable.
–Tuvo una ventaja, un día se lo dije (hablábamos, éramos amigas): Borges no tuvo hijos y vos tampoco. Yo tampoco, pero Astor, sí. Ella podía hacer lo que se le diera la gana.
–¿Y vos no?
–Lo mío es mucho más difícil, sigue siendo hoy en día.
–¿Cómo es la relación con la familia?
–No, no me quiero meter en ese campo, es un campo minado. Y soldado que huye, sirve para dos guerras.
–¿Te pesa tener que llevar el “traje de viuda”, al frente de la Fundación que creaste en 1995?
–No, me enriquece. Tengo la suerte de que se comunican conmigo muchos músicos jóvenes y el interés y el afán de conocer y estar cerca de Astor de alguna manera hace que tenga muchas ganas de transmitirles todo lo que sé de su pasión por la música, que era lo más importante de su vida. Después, es difícil, cada vez que tenemos que hacer un espectáculo nos cuesta horrores, porque somos una Fundación sin fines de lucro.
–¿Administran los derechos de autor?
–No, los derechos de autor no se pueden tocar, son de sus herederos. Tenemos una custodia importante de abogados que los cuidan, como los de Borges.
–¿En qué países hoy se escucha más a Piazzolla?
–En Europa y en Japón. El único lugar donde todavía cuesta es en los Estados Unidos, pero ahora está entrando en las universidades y eso es muy importante. Más no podemos hacer, yo no soy María Kodama. Astor tiene herederos.
–¿Hay inéditos, material desconocido?
–No. En París, uno de sus últimos días, se puso de noche a tocar algo que me impresionó y le pregunté: “¿Esto lo vas a escribir?” Me dijo que no. “Qué pena”, pensé.
–Pasaron 32 años, ¿todavía lo extrañás?
–Lo extraño mucho [se quiebra], porque él era mi motivo de vida, mi sostén, mi compañero, mi otra mitad. Mi cómplice. ¡Cómo no lo voy a extrañar! Un día me dijo que había tenido un sueño, que los dos viejecitos caminábamos por una playa de la mano. Pero no se pudo cumplir. Se fue demasiado pronto, tenía 69 años cuando se enfermó.
–¿Y vos cuántos años tenías?
–Unos cuantos menos, pero no te los voy a decir, porque una mujer no dice su edad.
–No era una trampa para hacerte confesar, sino una forma de remarcar que también era demasiado pronto para que vos te quedaras sin él.
–Fue terrible, sobre todo esos dos años. Cruel para su familia, para sus amigos, para todos los que lo quisimos. Un hombre maravilloso, activo, brillante como él, en una cama. No podía ser. Siempre tuve la esperanza de que se iba a mejorar, me había aferrado a eso porque como él era zurdo y lo único que movía era la mano izquierda, pensaba que era una señal. Al principio te negás todos los días, y estás esperando que esa mano haga algo. Te negás de una manera tan increíble, que cuando te das cuenta, esa persona ya no está. Se me había puesto en la cabeza que lo iba a superar. ¡Caramba! Insistí hasta el final.
Fuente: Constanza Bertolini, La Nacion