Preguntar más y afirmar menos

Uno de los principios más importantes en la comunicación humana . ¡Cuántos problemas resolveríamos si utilizáramos esta máxima al comunicarnos! La pregunta abre el diálogo y permite obtener el significado de aquello que estamos viendo o escuchando. Sin embargo, la mayoría de nosotros solemos recurrir al » pensamiento adivinatorio».

Supongamos que una pareja se encuentra por la tarde y ella le comenta a él: «Estoy muy cansada, ¡hoy fue un día larguísimo!». Entonces él exclama: «¡Uy!». Inmediatamente ella dice: «¡Claro, vos pensás que sos el único que está cansado!». Y él responde: «Eso no fue lo que quise decir». Así comienza una discusión. Otra pareja mantiene el siguiente diálogo: «Querido, ¿podés ocuparte de revisar el cuaderno de los chicos?», dice ella. Él le contesta: «Ya estoy cansado de que me des órdenes». «No te lo estoy ordenando, te estoy pidiendo que lo hagas». «¡Vos siempre con tus exigencias!».

En ambos diálogos cotidianos ha surgido un » conflicto de interpretación«. Los seres humanos utilizamos lo que en psicología se conoce como la » ley de la atribución«, por la cual tendemos a atribuirle un sentido a las conductas. Si alguien pasa cerca de mí y no me saluda, enseguida voy a interpretar esa conducta: «No me saludó porque no me quiere»; o, «no me saludó porque está evitando devolverme el dinero»; o, «no me saludó porque está enojado». Nos ahorraríamos muchos disgustos si sencillamente preguntáramos el porqué de una conducta. La atribución de significado que uno realiza, por lo general, no coincide con el significado que otro le atribuyó.

Volviendo a los ejemplos anteriores, ese «¡uy!» del hombre puede significar: «Qué lástima», o «lo siento», o «no me interesa»; mientras que revisar el cuaderno de los hijos puede significar un pedido sin ningún tipo de exigencia.

El pensamiento adivinatorio nos lleva a interpretar la emoción del otro mediante la lectura de su rostro. Los adivinadores profesionales de semblantes dicen: «Estás enojado. estás triste. estás molesta/o», en lugar de preguntar cómo se siente el otro.

Metacomunicación

Un principio importante en la comunicación es «hablar de lo que estamos hablando». Se denomina » metacomunicación» y nos permite decir: «A ver si te entendí bien, ¿vos me estás diciendo que no te importa lo que me sucede?». «No, te estoy diciendo que lamento lo que te sucede». «A ver si te entendí bien, ¿vos me estás diciendo que lo lamentás?». «Sí». Recién allí se produjo la comunicación. Metacomunicar genera un ida y vuelta para aclarar el sentido que les otorgamos a las conductas. Vuelvo a enfatizar: muchos problemas se resolverían con rapidez si preguntáramos más y afirmáramos menos.

Observemos el gráfico a continuación. Te invito a mirarlo durante treinta o cuarenta segundos y ver cuántas «f» hay en él:

La respuesta es «seis». ¿Cuántas viste? ¿Cuatro? ¿Cinco? ¿Te costó? Muchas veces lo que pensamos que vemos a primera vista, en realidad, no es así.

Ahora observemos este otro cuadro y leámoslo en voz alta:

Tal vez no prestaste atención al hecho de que hay dos «la». En ocasiones el cerebro, para ahorrar combustible psíquico, sigue de largo y puede ocurrir que interpretemos una situación «demasiado rápido».

Otro punto a tener en cuenta es que cada uno ve la realidad de acuerdo a su «estado emocional predominante». Si uno está triste, tiende a leer, recordar o interpretar situaciones bajo esa emoción. Si uno está enojado, cualquier broma le parecerá una ofensa. Si uno está contento, cualquier situación le provocará alegría. Es por ello que, cuando nos comunicamos, deberíamos revisar cuál es la emoción predominante en nosotros, y también en la persona con la que estamos dialogando.

Y fundamentalmente tenemos que atrevernos en la vida cotidiana a preguntar más, es decir, a metacomunicar. Dejemos de suponer, de anticiparnos, de adivinar y recordemos que cada ser humano tiene su propia perspectiva frente a los hechos.

Todos nos paramos desde una realidad personal para construir un significado. Un ejercicio muy sencillo que suele utilizarse en la terapia de pareja consiste en ubicarlos a uno en frente del otro con un libro abierto en el medio. Uno verá la tapa de color y el otro verá las hojas escritas. Entonces les proponemos que compartan lo que ven. Uno dice: «Veo el color azul y letras grandes»; y el otro: «Yo no veo ningún color y veo letras chicas». Enseguida captan el sentido. Cuando giramos el libro o los hacemos cambiar de posición, logran entender que frente a la realidad cada uno tiene «su» verdad. Por esta razón es necesario «colocarse en los zapatos del otro», actitud que puede ayudarnos a entender por qué el otro ve lo que ve. Se genera allí un diálogo constructivo.

Las palabras construyen pero también destruyen. El sabio rey Salomón decía: «Hay hombres cuyas palabras son como golpes de espada; pero la lengua de los sabios es medicina». Lo que decimos tiene el poder de sanar, de ayudar, de motivar; pero también de desanimar, de lastimar. Hablar nunca es un acto inocente. De modo que procuremos siempre pensar bien qué palabras vamos a utilizar y recuperemos, además de la pregunta, la empatía y la metacomunicación. Y sobre todo, esas palabras extraordinarias que nuestros abuelos tanto nos repetían: «Por favor», «gracias», «qué lindo verte».

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